sábado, 20 de agosto de 2016

EL CONTEXTO DE LAS ACCIONES FORMATIVAS (Planteamiento: Hacia lo NO FORMAL)

EL CONTEXTO DE LAS ACCIONES FORMATIVAS (Planteamiento: Hacia lo NO FORMAL) 
La esencia y problemática de toda acción formativa vienen marcada y cobra significación en el contexto en el que se da, en situaciones concretas (ambientales, históricas, socio-culturales, políticas, ...). 
FORMAR, de este modo, la acción formativa, tiene como eje central al ser humano y, en este sentido, viene regida, explícita o implícitamente, por los componentes inmanentes y transcendentes de un tipo de ser humano, definido en su naturaleza (esencia). Pero también ha de tomar en consideración al ser humano en su dimensión existencial, esto es, concretado respecto al espacio socio-cultural en el que vive y se proyecta. 

La acción formativa tendrá como espacio la distancia existente entre la naturaleza y la existencia de ese ser humano. Pero ese espacio es dinámico, está en constante cambio, por lo que la acción formativa debe entenderse fruto de un proceso dialéctico continuo y global. En cualquier caso, es preciso dejar claro que son esas relaciones las que determinan el qué, para qué y por qué de la formación. 
A pesar de que el mundo actual viene estableciendo cada vez más exigencias sobre los individuos en todos los ámbitos vitales, de que esas exigencias se plantean como condiciones ineludibles sin las que es imposible el acceso a determinados planteamientos y de que su satisfacción o superación se va acumulando sobre el campo educativo, reflexionar sobre esos hechos parece sólo un ejercicio de expertos. Por ello, la preocupación social se suele centrar más en la “logística” educativa (contenidos, relación numérica entre profesor y alumnos, medios, espacios, títulos, ...), que, aun siendo importantes, esconden o evitan debatir lo más esencial: el por qué y para qué de esa formación. 
No es de extrañar, pues, que, a pesar de la literatura al respecto o de los propios profesionales, no se logre una visión más coherente sobre el fenómeno educativo o que se perfile de un modo más adecuado la profesionalidad o aun la intencionalidad o finalidad de las acciones formativas, cuyo análisis, debido a ello, da un entramado de difícil armonización y entendimiento. 
Y el caso es que debemos admitir que es imposible concebir al ser humano desculturalizado, o mejor, desconectado de su medio natural, cultural y social; que la dotación genética humana no serviría de nada si se alejara de las estimulaciones propias de la especie humana o que el ser humano llega a su plenitud en la medida en que integra los aprendizajes humanos a través de la cultura, que les aporta, además, nuevas formas. 
El criterio de esa culturización nace y se justifica en la organización social de las personas, por cuanto esa organización necesita de normas y valores para coexistir y progresar y de la transmisión del saber acumulado a través de ellos, para pervivir. 
Es cierto que existen diversos modelos de organización social, que dan lugar también a diversos esquemas de normas y valores y aun a distintas maneras de universalizarlos, pero todas las sociedades necesitan transmitir su modelo a las personas que van componiendo su cuerpo social y no de cualquier manera, sino haciendo que ese modelo sea asumido como beneficioso y determinante para cada individuo y para el grupo. 
Es cierto también que este mecanismo, que describimos de manera tan sucinta, ha estado muchas veces en manos de ciertos grupos de poder, que no sólo han impuesto un particular modelo de organización, sino que han intentado pervivir instrumentalizando su transmisión
Tanto es así que, durante buena parte de nuestra historia, la hegemonía dentro de los grupos sociales y entre grupos distintos se ha mantenido seleccionando esa transmisión en base a dos mecanismos: o bien seleccionando qué transmitir o bien seleccionando a quién transmitirlo. 
La dinámica cultural ha ido provocando un desarrollo que ha ido haciendo cada vez más complejo el “mundo a transmitir” -permítase la expresión-, a la vez que ha propiciado un mejor acceso a los acúmulos culturales -esencia de ese “mundo a transmitir”-. Estos hechos, por paradójico que pueda parecer, han ido provocando el asentamiento y consolidación de instituciones específicas, encargadas de “distribuir” de un modo ordenado (y también controlado) la información acumulada y considerada necesaria para los individuos de una sociedad. 
Por otra parte, la dinámica social ha ido conquistando poco a poco esas instituciones hasta hacerlas públicas y universales, aunque se esté lejos aún de resolver los dilemas que encierran. 
Somos conscientes de que estos apuntes efectuados dan para análisis diversos y que a fuerza de ser sintéticos no hemos hecho sino plantear de forma un tanto sesgada el fenómeno educativo y su institucionalización.
En definitiva, la institucionalización educativa e apoya en el hecho de que una parte del desarrollo de los individuos (normalmente el ligado a la cultura en la que ese individuo vive) sólo puede asegurarse desde la intervención escolar, si se prefiere, desde la mediación de unos agentes sociales específicos. 
En este sentido, la formación ha devenido un proceso de socialización y ayuda el desarrollo de los individuos derivado de los intereses de un ámbito socio-cultural determinado y la institución formativa, como marco de esos procesos, ha venido siendo un instrumento social cuyo sentido hay que ubicarlo en la propia sociedad que lo enmarca. 
Así, cada sociedad ha generado unos mecanismos de ayuda para el acceso a la formación (a la vez que ha generado otros de presión o control), a los que ha dotado de algún tipo de normativización y recursos. Esto es, cada sociedad ha generado algún tipo de institucionalización que amparara o rigiera los procesos de ayuda al desarrollo de los individuos.  
Como hemos dejado apuntado, este hecho se ha justificado sobre la base de que una parte del desarrollo de los individuos sólo era posible estableciendo algún tipo de “mediación”, algún tipo de intervención específica y diferenciada. Por otra parte, cada sociedad en cada momento histórico ha establecido qué parte de ese desarrollo debería asegurarse mediante esa intervención que decíamos o sobre cuál debería enfatizarse más. De ahí el distinto papel que han tenido los elementos culturales, los valores o las normas sociales, por ejemplo, en los procesos de formación. 
A su vez, cada sociedad, de acuerdo a su momento histórico, a su situación o a la ideología imperante, ha intentado asegurar esos procesos de ayuda bien desde intervenciones directas, más o menos sistemáticas (FORMALES), o bien desde intervenciones indirectas, de carácter difuso o compartido (NO-FORMALES). 
El mecanismo es fácilmente comprensible, en cada caso se ha enfatizado más en un tipo de acciones y se han generado mayores mecanismos de mediación personal, de recursos o de sistematización sobre ellos, dejando otras un tanto al margen de esos mecanismos. No es que se haya pensado nunca que elementos provenientes de los marcos cultural, social, individual, de proyección o del mundo de valores y normas sociales no debieran ser referentes importantes en la dialéctica de construcción, desarrollo, perfeccionamiento, etc. de los individuos, sino que se ha enfatizado más en algunos dejando al margen otros por diversas razones. 
Hoy, por ejemplo, debido al poder expansivo del conocimiento cultural necesario para operar en la sociedad, debido a la dependencia que se ha generado de los avances científico-tecnológicos y debido también a la mutación de valores habida en el seno de nuestra sociedad, etc., se ha venido defendiendo que el eje de la acción formativa fuera especialmente la cultura
Pero existe una dinámica importante de cambio que está provocando la emergencia de demandas formativas fuera del alcance de lo que es capaz de satisfacer el sistema formativo institucionalizado. 
Esas demandas están afectando tanto al papel que se ha asignado hasta ahora a la institucionalización escolar (formal) como al sistema de necesidades e intereses a satisfacer en la dialéctica individuo-sociedad e individuo-medio. 
Antes de seguir adelante queremos poner de manifiesto que el problema de la formación, como ayuda al desarrollo humano desde la intervención educativa, no puede plantearse como un problema único, exclusivo o específico, sino como un problema global; ni tampoco como una cuestión individual, sino fundamentalmente como una cuestión social. 
Pero estábamos en que la dinámica social y cultural de nuestra época está generando nuevas demandas formativas. Hemos asumido nuevas formas de vida, de relaciones, de situaciones individuales y grupales, de interés cultural, de economía, de ocupaciones, ..., y al hacerlo hemos promovido nuevas demandas o nuevas necesidades formativas, algunas de las cuales exceden por ahora a las que puede satisfacer el sistema educativo formalizado. 
De alguna manera puede aducirse que siempre ha ocurrido así, que la acción educativa institucionalizada se ha hecho cargo de nuevos objetivos sólo después de que se instalaran, asumieran y ejercieran en el marco social y que, del mismo modo, se han ido suprimiendo de la acción educativa institucionalizada otros objetivos que han dejado de tener interés para el marco social.
Efectivamente es así, de tal manera que entre uno y otro ámbito, escolar y social, se ha ido dando siempre una cierta “ósmosis”, lenta, pero inexorable. Un repaso a la historia reciente de nuestros sistemas educativos puede servir para argumentar suficientemente esto que decimos. 

Es la velocidad de aparición y asunción de nuevas necesidades por el marco social y la intensidad de su incidencia en el espacio vital y de relaciones de los individuos lo que hace la cuestión mucho más perentoria e importante hoy. 

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